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“La Taberna de Mateo”. Villacarrillo Costumbrista (2013) con Paco Coronado (Homenaje)

Mateo Ruiz Quesada (Archivo familiar)

             

Limpio, claro y transparente. Sin madre que le enturbie. Al socaire de la claridad; consciente de su modesta cuna manchega, reposa el vino en la cuba, entre la pared curva que forman las duelas de madera, abrazadas por aros paralelos de metal.

Un tapón de corcho perfectamente embutido en la tabla, preserva la integridad del vino en su manejo y transporte desde la bodega; su extracción no es compleja, la acción horadante de un berbiquí permite que quede el grifo embocado. De esta forma se gobierna el escanciado del vino en jarras y botellas. Otrora, una goma introducida en la cuba, por la misma abertura, extraía por “succión” el manchego caldo hasta la botella, la jarra o la garrafa.

            El mostrador se encuadra a lo largo del local; la pintura marrón oscura, descascarillada a roales (sic),  que recubre la madera de la que se fabricó, deja entrever las tablas originales y muestra las huellas circulares dejadas por los últimos recipientes. Ocupan el local una docena de mesas de madera, alargadas, contoneadas por cuatro o cinco sillas de culo echado de enea.

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En unas estanterías minimalistas están colocadas varias botellas de licor y las jarras de barro en las que se trasiega el vino: un litro por jarra; existe otra de capacidad extraordinaria, para remates extraordinarios: el sobrero.

            Aprovecha la esquina del local un habitáculo sin techo: el servicio; sólo aguas menores. Completa el cuadrángulo de este apartado una enteca puerta de acceso al interior, que queda a resguardo de la curiosidad y en salvaguarda del decoro; una superficie a ras de suelo ofrece un agujero minal por el que se evacúa el producto de la micción. Al estar a techo descubierto revela, inevitablemente, sonora y olfativamente, su uso: .- Al que se salga fuera, aquí está el martillo, – prevenía Mateo al usuario del servicio.

Aquí estuvo la taberna de Mateo. Fotografía al día de hoy. Archivo del autor.

            Las dos fachadas que abrigan las puertas de entrada a la taberna de Mateo, conforman una perspectiva que tiene su origen en la arista de la esquina; por un lado la calle pendiente del Capitán Cortés, por el otro la adoquinada del Carmen. Durante el buen tiempo las puertas permanecen abiertas; unas cortinas de tela o de palillos, facilitan el paso de aire y estorban a las moscas. Cuando llega el invierno ocupan los vanos unos cierres acristalados que preservan del frío y dan claridad al local por los cuarterones acristalados que los parten en dos. En los días lluviosos se cubre el suelo del local con una vasta capa de serrín, en el ánimo de absorber el agua que la lluvia deja en los zapatos y paraguas de la clientela.

El aroma del vino, indeleble, prendida tácitamente en las cuatro paredes, singulariza el carácter del local. Botellas rizadas de medio litro, de las que contuvieron aguardiente, reparten el vino en terciados vasetes (sic) troncocónicos. Las tapas que acompañan a la liga se componen, básicamente, de garbanzos tostados, reposados en platillos ovalados como pedriza recién caída; salobres tacos, raspa y piel de bacalao o boquerones en vinagre vestidos de perejil y ajo, aliñados por Catalina, la esposa de Mateo. Hay ocasiones en las que alguno de los parroquianos se acerca a la inmediata tienda de Marcelo, junto a la Parada, y se trae media docena de civiles (sardinas tuertas), o unos tomates o pepinos que hacen, en este caso, más placentera la liga del mediodía veraniego.

            El humo ennegrecido que suelta el tubo de escape del camión, oscurece el entorno conforme desciende,  marcha atrás, desde la calle Alta hasta queda detenido junto a la entrada al puesto. Varios hombres bajan de la cabina, abaten la trasera del cajón y retiran la lona ennegrecida que lo cubre; queda al descubierto la carga: un considerable número de cubas, llenas y vacías, según vaya el reparto por los distintos pueblos. Del interior del cajón arrastran dos largos maderos que quedan ajustados a la trasera, procurando que guarden entre si la distancia ideal para que las cubas desciendan acertadamente hasta el firme de la calle, en donde quedan apoyados los palos; conjugan suelo, trasera y palos, un perfecto triángulo rectángulo. Las cubas se abaten hasta quedar horizontales en el filo del cajón y se avolean (sic) lentamente. Los empleados de la bodega domeñan el empuje de la cuba: la rulan y controlan por sus extremos hasta que su panza toca el suelo. Diestramente, haciendo que se desplace en un punto único, generan un movimiento giratorio sobre el barril, y otro movimiento de desplazamiento, que lo lleva a reposar en su destino definitivo en el interior de la taberna. Otra cuba contiene vinagre que se despacha a granel.

Mateo Ruiz Quesada, el tabernero de la calle del Carmen, nació en Villacarrillo el día 20 de diciembre de mil novecientos dos. Hijo de José Ruiz y de Manuela Quesada. Su esposa fue Catalina García: la afabilidad. Sus hijos: Manuela, Rafi, Catalina y Pepe.  Recién casados tuvo el matrimonio un negocio de comestibles en la calle San Rafael, en la casa en la que más tarde vivió el pintor José Díaz, el Calé. El vino que despachaba, de La Mancha, se lo servía la bodega de Dimas Martín Trujillo.

Hubo entre Mateo y mi padre, Rafael Coronado, una gran amistad. Amistad aún más fortalecida al abrir aquel la taberna de la calle del Carmen, a escasos metros de mi casa, en el año mil novecientos cuarenta y cuatro. El local formaba parte de la vivienda de don Jesús Jiménez, el maestro; el arrendamiento duró hasta el año mil novecientos sesenta y siete, fecha en que a Mateo le llegó la jubilación.  El vino que se vendía en la taberna de la calle del Carmen, también manchego, procedía de los Hermanos Muñoz y era tal la exquisita referencia que tenían de nuestro hombre, que cobraban el género una vez se había vendido la totalidad del pedido; Mateo lo mantuvo a la venta hasta su jubilación.

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De niño, tuve con la familia un trato muy cercano: para mí era “el chache Mateo”; estuvimos convidados en los matrimonios de sus hijos, las celebraciones se hacían por entonces en los salones de Quevedo y en “La Pista”, local situado en la calle Gómez de Llano; en Reyes, siempre hubo un regalo para mí; para la matanza llevaba “el presente” a la casa de la calle Navas. El presente era básicamente un plato de ajo brollo; para ellos era algo más que esto: picadillo de chorizo, de longaniza, de morcilla blanca y un buen trozo de lomo, diferenciados en platos apilados, separados por otros colocados boca abajo, depositados prudentemente en un holgado esportón; la propina era generosa también.

Cuando caía el frío Mateo se acercaba a mi casa a primera hora; sujeto por las asas llevaba el brasero con el que pretendía caldear el local: – ¡Rafa, cómo estás de ascuas!. En la chimenea se consumían palos y troncos de madera de oliva trazados en la poda. Mi padre llenaba el brasero con varias badiladas de brasas; seguidamente conversaban al reverbero de la lumbre y entibiaban las manos extendiéndolas sobre esta. El agua, empleada en la limpieza y en el enjuague del vidriado, la cogía de los cántaros basados en una cantarera, esquinada en el portal de mi casa; todavía no era realidad el agua corriente en los hogares de Villacarrillo.

Parroquianos, entre otros de izquierda a derecha: Rafael Coronado, Juan Parral, sobre una cuba Mateo, el guardia civil Francisco López; el escanciador es Juan de la Paz. Taberna de Mateo, 6 de abril de 1953. Archivo Fco. López.

El humo del tabaco, como una sutil gasa, envuelve a los parroquianos. Razonan, peroran, rajan, chismean; la vehemencia de sus confundidos discursos transciende al exterior sin que se discierna la trama de los diálogos. Las mesas reúnen en su entorno a las diferentes ligas: José María, el Gordo Alamea, y Diego, el campanero; aquél fija su doctrinario: – Diego, el vaso ni lleno ni vacío. Razonamiento que obliga a Diego a estar, como el otro, a carga y descarga; junto a ellos, el habitual grupo de hombres, que acaban de llegar del campo, cuelgan las barjas en la silla y principian la que es su liga habitual; alguno deja el mulo atado a la reja, mientras comparte las medias de vino; Manuel Bustos, el empleado del Ayuntamiento, lee un periódico sobre el mostrador, tras unas pequeñas gafas que se escurren por su nariz. De antiguo tiene la parroquia fieles clientes: Juan Parral, Rafael Coronado, Francisco López, Juan de la Paz, los hermanos Cuevas, el Calé,  … ; el propio Mateo también comparte estas ligas; la clientela es numerosa, la calidad del vino es muy apreciada.

            Con insistencia, una garrota golpea la puerta y se escucha la cantinela habitual:  

          – Los iguales para hoy, los iguales para hoy- con precaución entra Luis, Luis Jódar, el ciego de los iguales. Oculta los ojos tras unas gafas oscuras; una enorme boina, a medida, cubre su cabeza; la cara enrojecida, está salpicada por cuantiosas pupas.

– Vamos señores, vendo iguales. Por una peseta doscientas cincuenta.

            Tantea el espacio hasta llegar a la mesa que ocupa habitualmente:

            – ¿Hay alguien?- sin respuesta, deja caer el enorme corpachón sobre la silla y coloca la garrota entre sus piernas.

          – Buenas a la parroquia, alguien quiere ciegos, por una peseta cincuenta duros, para hoy…- Mateo le sirve un vasete; sorbe y paladea el vino, y lleva el pulgar y anular de la mano hasta la comisura de los labios, en un acto habitual que la conciencia no percibe.

          – ¿No ha venio Fernando por aquí?. Cucha el joío, mavía dicho que me esperaba aquí.- Fernando es su compañero en la venta de cupones; en ocasiones sirve de lazarillo de Luis; su vista, también mermada, le alcanza a distinguir medianamente.

Los chavales acuden a la taberna de Mateo a comprar el vino que habitualmente se gasta en casa; el envase, para tal menester, es una botella de cristal que igual podía ser de las que traían el coñac o el aguardiente o las de la gaseosa. Mateo amaga frente a la cuba de vino, introduce el pitorro en la botella y rota el grifo hasta que colma el recipiente; espera a que las burbujas de la espuma que borbolla desaparezca y completa la falta. Siempre hay un pequeño obsequio: un puñado de garbanzos, un trozo de bacalao, si bien lo que más complace a la chiquillería, son unas espadas pequeñitas de plástico de variados colores, que llenan el ocio de esta pequeña parroquia. Encontrar restos de vidrios a lo largo de la calle, junto a la humedad y el olor a vino, es clara evidencia de que el eventual siniestrado recibirá estopa.

Peña del Palo Seco. Años 60. Marcos Moreno, Antonio Muñoz, Agustín Muñoz, Mateo Ruiz, José Díaz el Calé, Cristóbal Moreno y Cristóbal Santafosta.

En la taberna, bajo auspicio de Mateo, y con la finalidad de postular en favor de la edificación de una barriada de viviendas en Jaén, patrocinada el gobernador civil de la época D. Felipe Arche, se fraguó la peña “El palo seco”. Unas escobas, graciosamente adornadas, eran su distintivo. La cuestación tuvo lugar en Sorihuela del Guadalimar y al objeto de divulgar el evento, la emisora de Villacarrillo, de la que era locutor Pepe, el hijo de Mateo, contribuyó, con la emisión de cuñas publicitarias, a acercar a la población de la comarca a aquella localidad. La postulación tenía la particularidad de que el donativo se echaba al suelo de la plaza por los caritativos concurrentes; después los miembros de la peña y alguna personalidad más, con ayuda de las mencionadas escobas, donadas por nuestro hombre, barrían el dinero postulado. Ejemplo claro de la humanidad desinteresada de Mateo. No hubo quien se fuera desatendido al solicitarle un favor. Su familia, amistades, los que llegamos a tratarle, así seguimos sosteniéndolo. Falleció Mateo Ruiz Quesada el día diecinueve de marzo, su segundo nombre era José, de mil novecientos setenta y ocho, en su casa de la calle Navas.

Francisco Coronado Molero

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