Maravilloso el artículo que os compartimos hoy. El Villacarrillo Costumbrista de Paco Coronado, publicado en el Libro de Feria y Fiestas de 2009, nos acercó a la figura de un cura cuya labor, además de la del sacerdocio en sí, fue la de entretener a la juventud de finales de los años 50. Un hombre adelantado a su tiempo que fomentó la lectura, enseñó a los chavales a jugar con diversos juegos de mesa, al billar, al futbolín y realizaba sesiones de televisión. El Padre Francés, como así se le conocía, fue el pionero de lo que más tarde fue denominado como salas recreativas (o recreativos).
La correntía espesa y continuada, ocasionada por la lluvia otoñal, baja encauzada y rápida por el royo (sic) rehundido de la empedrada calle Ramón y Cajal, la calle del Hospital. Esas abundantes aguas manan presurosas desde el alto inicio de la calle, y asumen en su trayecto otros cauces del Cerro del Águila para, raudos, desembocar en la Plazoleta de Carbonel. La pendiente de la propia calle Queipo de Llano impone su trayectoria y las reconduce hasta el Puentecillo de Bichorro; otro aluvión, otra venida que desciende impetuosa de la calle Cervantes, las surte y se pierden, como una sola arroyada, por el pilar de La Alameda.

Junto al Hospital de San Lorenzo, el Instituto, “Patronato de Enseñanza Media, Virgen del Rosario”, da cobijo, apiñados en el vestíbulo, a numerosos chavales en espera a la escampada del recio temporal, para atravesar la calle y acercarse al local de juegos que, justo frente a la fachada del hospital, abre sus recias puertas, a la chavalería, juventud e incluso a adultos, en ánimo de distracción, entretenimiento y cultura, con juegos, biblioteca y algo espectacular para este tiempo, primeros años sesenta: la televisión. Algunos, presurosos, hunden las botas en el arroyo y salvan la humedad de la cabeza, con el tocho de libros y bloces. Un local grande, de altos techos, propiedad de la familia Corencia, recoge a toda esta humanidad que, en otro caso, malbarataría su esparcimiento en formas de ocio para nada plausibles. Gobierna este lugar lúdico el Padre Francés, hombre de gruesa constitución y altura, de reluciente calavera que cubre sus ojos con gafas oscuras y viste perpetua sotana negra. Da un paseo entre futbolines y billares, cuidando el comportamiento de los chavales, sin dejar el persistente cigarrillo; la mano contraria en el bolsillo del pantalón, bajo la sotana.
“El Padre Francés” , es el sobrenombre con el que la población de Villacarrillo ha conocido a D. Antonio Martínez Martínez. Vino al mundo en “El Cortijo de la Venta” término de Hornos, el último día del mes de noviembre del año mil novecientos dieciséis. Fueron sus padres Antonio y Isidra, naturales de Beas y de Hornos y recibió en la pila bautismal el nombre de Antonio Andrés. Siendo un chaval emigra con sus padres a Francia y así se determina al constar su confirmación en la Parroquia de Decazeville de la Diócesis de Rodez, el cinco de junio de mil novecientos veintiocho. Encamina su vocación hacia el sacerdocio y tras años de estudio en el vecino país, queda ordenado para celebrar y ofrecer el sacrificio de la misa. Años más tarde regresa a España y desempeña tal ministerio en la cercana Villanueva del Arzobispo, también lo hace en la iglesia de San Isidoro de Úbeda. A finales de los años cincuenta recae en nuestro pueblo, Villacarrillo donde permaneció la totalidad de la siguiente década.
Impresiona la llegada de este hombre, cuya personalidad y formación cultural y humana había madurado en otra sociedad, la francesa por delante años luz, de la que en aquellos época vivíamos en España. No hablemos de la que se vivía por entonces en Villacarrillo a finales de los cincuenta. La juventud villacarrillense recibe de él el ocio y el entretenimiento que hasta entonces no conocía y que buscaba de manera singular en el cine, por entonces de funciones diarias.
El local de juegos ocupa la totalidad de la planta baja. Accediendo desde la entrada y tomando la derecha, dominan el espacio dos mesas de billar, de retorneadas patas. En el paño verde que forra su superficie se ejecutan miles y miles de trayectorias descritas por tres relucientes esferas marfileñas por mor de ingeniosos efectos, aplicados por las tacadas de expertos jugadores. Varias taqueras recogen en formación alineada los estilizados tacos de madera de conicidad progresiva, con que se sacuden estos golpes. Del techo pende, elástica, la goma cuya elongación lleva hasta el jugador la tiza de trazo azulete, con la que con suavidad y delicadeza, el avezado jugador, formando un sensible arco con el dedo meñique, da tiza a la suela del casquillo del taco, generalmente fabricada de cuero curtido, de textura áspera, ideal para que tome el yeso.
Majestuosas las mesas de billar. De patas retorneadas, talladas a mano, verdaderas moles de madera, de superficie de pizarra cubierta por paño verde, que de igual forma recubre las bandas elásticas en las que rebotan las bolas. La longitud de las bandas está referenciada por diamantes perlarizados, reseña imprescindible para el juego. Es el billar americano, de carambolas. Se juega con tres bolas, dos de ellas blancas, diferenciadas entre si por un puntito negro; la otra, es generalmente de color granate.
Quedan las mesas de billar atrás y unas escaleras llevan al despacho que D. Antonio ocupa al final del salón. Allí se reúne con los jóvenes, los pequeños tienen vetada la entrada. Desde afuera, cuando se abre la puerta, se aprecian las estanterías recargadas de libros. Entre ellos, destaca por el grosor y su llamativo nombre, “El juicio final”, del italiano Giovanni Papini (1881-1956). Una mesa rectangular cubierta de tapete granate y faldillas verdes, recibe la luz que desprende la bombilla de un flexo extensible que, a la vez, proyecta en rededor la sombra de los tertulianos, envueltos en el ambiente placentario que produce la espesa niebla del humo de los cigarrillos. A D. Antonio, le sirve de otero su posición en la mesa, para cuidar el bullicio de la sala. Desde un anaquel de la estantería una reluciente calavera observa a los reunidos; también lo hace un lagarto o iguana disecada, apostada en el último estante.
Frente a la puerta de la calle, unas escaleras de peldaños semicirculares, conducen a la sala de lectura. Casi dos docenas de filas de sillas, unidas de seis en seis, acogen a los jóvenes lectores que disfrutan, sobre sus rodillas, de las aventuras imaginadas en las ilustraciones de cuentos y tebeos apilados en las baldas de un armario situado frente a la puerta. Aventuras de vaqueros: Red Ryder, Roy Rogers, Hopalong Cassidy…; Hazañas Bélicas, el entrañable Sargento Gorila; los personajes de la animación americana, Superman, Batman y Robin, Tom y Jerry; también, en dibujos, se leen hagiografías de santos. Si bien los más buscados, son los del dibujante Hergé creador del personaje universal Tintín, de los que se va surtiendo la biblioteca poco a poco; la llegada de un nuevo ejemplar establece un riguroso orden para su lectura.
Lo más sorprendente de aquella sala era su polivalencia, ya que además de sala de lectura, está dedicada a otra actividad más anhelada por su novedad y unicidad. A la izquierda, ocupando parte de la pared, un armario guarda tras las puertas cerradas de una hornacina, pues así podría reverenciarse aquel hueco del mueble, un aparato de televisión, lógicamente en blanco y negro, a cuya pantalla se le coloca, en algunas ocasiones, un papel celofán de tres colores muy difuminados, pretendiendo asemejar el azul del cielo y el verde del suelo boscoso. Relevantes partidos de fútbol del Real Madrid o de la Selección Española, apasionantes corridas de toros protagonizadas por El Cordobés y otros espectáculos destacados colman la sala de espectadores. En algunas ocasiones se cobra una peseta por localidad, dinero que revierte en ampliar el ocio.
Volviendo a la sala de juegos, a la izquierda, como poderosas ballenas varadas, los futbolines es el recreativo líder de la chiquillería. Una partida a una peseta, da mucho de si, máxime si se utilizan alguna que otra triquiñuela; como poner, apostado a cada lado de las porterías, a unos hábiles chavales, de rápidos reflejos, que recuperan la bola, metiendo la mano en la oquedad, una vez se produce el impacto seco del gol.
Debajo de un amplio ventanal, por él derrama su claridad el día, hay un mostrador desde el que se dispensan los juegos de mesa, ajedrez, parchís, tres en raya, u otros de habilidad, como el que consiste en subir una bolita de níquel a la cima de un laberinto espiral, o bien el juego de bolos, artilugio de madera que, colocado sobre una mesa, lanza una brillante bola metálica, sobre una agrupación de bolos y en donde es la destreza del jugador la que dirige con acierto la pendiente movible por la que se desliza la esfera. Hay juegos que no se conocen ni por asomo, tal es el caso de la pantalla en la que se dibuja o escribe, accionando a izquierda o a derecha alguno de los dos mandos circulares que tiene debajo. Una década después se comercializaría en España. En el mostrador se hace el carnet a los nuevos socios, tras la entrega de dos reales. Para los que lo desconozcan, dos reales es la mitad de una peseta. La superficie de la mesa exhibe, cubiertas por un recio cristal, cientos de fotografías, testimonial del paso por el servicio militar de muchos jóvenes habituales dispersos por el territorio español. Fotos junto a la Giralda, o subidos a un dromedario en el Aiún o en Melilla, o al lado de un hórreo asturiano, algunos de aquellos jóvenes, pelados al cero, corrección muy frecuente en el servicio militar. De la misma forma se recogen en estas improntas un instante de la recién iniciada vida emigratoria de los jóvenes villacarrillenses en ciudades y pueblos del levante español, o de Francia o Alemania. Hacia la derecha tras este escaparate fotográfico, se denota la situación de los urinarios, recatados tras una cortina partida.
Aprovechando el rincón que crea la pared, al fondo del salón, se monta de vez en cuando otro entretenimiento imposible para esta época, la pista de coches, después comercializada como scalextric. Unos seis metros de largo por otros dos de ancho sirven para acoger una pista por la que dos coches circulan a una velocidad endiablada, controlada por los mandos que timonean dos chavales. A lo largo del recorrido se alinean árboles, pequeños caseríos, e incluso túneles que durante décimas de segundo ocultan y hacen imperceptible la carrera de los bólidos.
La pared queda franca a una estancia ocupada por unos billares, reservados a los mayores. La entrada a este pequeño salón ostenta sobre el dintel el escudo de la J.O.C., la organización Juventud Obrera Católica. Esta organización nace de forma oficial en Bélgica, en el año mil novecientos veinticinco, su creador fue el sacerdote Joseph Cardijn, y entró en Villacarrillo de manos de D. Antonio Martínez, el padre francés, nombrado por el Sr. Obispo, Consiliario de la Juventud Obrera Católica, (J.O.C.). Está organización agrupaba gran cantidad de jóvenes de todo tipo. El salón en cuestión lo ocupan dos mesas de billar americano de seis troneras y quince bolas más una blanca.
En el año mil novecientos sesenta y ocho desaparece este salón de juegos y el padre Francés acoge a los jóvenes, ya en menor número, en las estancias que ocupa en el Hospital: dos pequeñas habitaciones y un aseo. Sigue ofreciendo entretenimiento ya más centrado en programas juveniles que da la televisión. La tarde del sábado se alarga hasta las nueve de la noche con la programación televisiva; desde la película de sesión de tarde, pasando por Cesta y Puntos y al final Viajes al fondo del mar. También es lugar para escuchar las más recientes novedades musicales del momento en discos de 45 r.p.m., clasificados en relucientes cajas de hojalata, cuyo destino fundamental había sido la carne de membrillo. Los Bravos, Los Brincos, Henry Stephen, Adamo, …
En este tiempo fue profesor de francés en el citado Instituto. Los que pasamos por su aula, recibimos la mejor introducción al idioma galo que podríamos haber imaginado. Además del lógico conocimiento del idioma, él dominaba el francés sin lugar a dudas mejor que el castellano, acompañaba su labor con elementos pedagógicos nuevos para nosotros. El fundamental Método Perrier, de tapas anaranjadas; las populares canciones en francés que copiábamos de la pizarra en un pequeño bloc de hojas cuadriculadas: Au claire de la lune, Alouette, Chevaliers de la Table Ronde. etc. y que cantadas a coro, nos llevaban a dominar la pronunciación francesa; las canciones francesas de Adamo, sonando en el tocadiscos y en el magnetófono de bobinas que poseía, etc. Bueno no quiero dejar fuera otro instrumento, por entonces muy pedagógico, consistente una redondeada vara de poco más de medio metro, que sacudía con fuerza sobre las manos e inocentes nalgas de chavalotes de once años.
Al Padre Francés le acompañaba fama de zahorí. Tenía la facultad de descubrir lo oculto a la vista humana. Fue muy requerido para localizar manantiales subterráneos. Tal es así que se cuenta que estando presente en unas prospecciones encaminadas a descubrir un yacimiento de agua, llevado a cabo en Arroyo del Ojanco, aconsejó a los trabajadores que dejaran de trabajar en la zona en la que lo estaban haciendo y lo hicieran en la que él señalaba, reacios a ello y de mala gana, cavaron en la zona que D. Antonio les indicó y “eureka”, emergió un considerable chorro de agua, punta de iceberg de un caudaloso manantial. De la misma forma se le atribuye la localización en los Alpes suizos de un muchacho caído en una sima tras una avalancha, y que nuestro hombre determinó desde aquí, por medio de una fotografía postal que se le facilitó. Quien le conoció afirma que en algunas ocasiones, y a modo de distracción o aseveración de tales facultades, escondían una cartera, con la que él daba en poco tiempo.
Hasta su muerte trabajó su ministerio en la parroquia de Nuestra Señora de la Encarnación de Marbella, y allí falleció el 25 de julio de 2000 a los 72 años de edad. Fue meritoria la labor de D. Antoine Martínez (así firmaba) en dicha parroquia, así como su labor en el confesionario; de una de sus capillas quedó encargado, y en ella celebraba misa mañana y tarde.
Francisco Coronado Molero
