
El tiempo se derrama pausadamente. Relumbra el sol del mes mariano. Tiempo y estrella vadean el mediodía. Aviso certero de la campana cercana que anuncia el ángelus. En la escuela la clase se detiene. Modifica su pulso por unos minutos y retorna a su ser. Las escolares vuelven a los cuadernos de muestra, al recitativo de las tablas aritméticas, a la composición de vocal y consonante, a la lectura en voz alta de un texto que la maestra le encamina con un lápiz bicolor.

El toque matinal del campanario de la iglesia parroquial, señala la hora de entrada a la escuela. Bulle a la puerta, en movimiento acelerado, ruidoso y desordenado, un magma blanco que no termina; de las calles cercanas llega el flujo de varios hilillos que mantiene estable la aglomeración. En una vista cenital veríamos bandadas de mariposas blancas, embarcadas en un remolino en evanescencia, corriendo por desfiladeros de aguas rápidas: homogéneas formaciones de chavalas de singular uniforme blanco. Fluyen de los cuatro puntos cardinales: las barriadas de las afueras, el Barrio, la Redonda, las Pilas …; progresan coligiéndose con las que bajan del Cerro del Águila, de la Fuente de las Monjas, Carretera, Paseo… hasta desaparecer en el interior de la: Escuela Graduada de Niñas.
Tuvo la propiedad del edificio María Luz Mora López, descendiente de quien fuera alcalde de Villacarrillo en las postrimerías del s. XIX Fernando Mora Orozco. Esta señora matrimonió con el médico Joaquín Arboledas Escribano e hicieron del edificio su domicilio; el inmueble se prolongaba a su espalda hasta la calle del Carmen, a la que se podía salir por un postigo. María Luz Mora cedió el edificio al Ayuntamiento de Villacarrillo en 1943, no obstante desde varios años atrás ya venía destinado a escuela para niñas. Concluían los años cincuenta y el edificio, tras una formidable actuación estructural, se transforma en el Grupo Escolar de Niñas que hemos conocido. Amplio, luminoso, idóneo para escolarizar a la población de alumnas que, por aquellos años, comenzaba a crecer. En tanto se llevaba a cabo la obra, las escolares ocuparon algunas dependencias de la Casa Parroquial en la Plazoleta de la Iglesia: la casa del cura.

Varias acacias camuflan la fachada; la caduquez otoñal descubrirá su simetría y la sobriedad de los cinco balcones de madera, pintados de color marrón, abiertos en ella. Es amplio el vano de la entrada al colegio, una de sus puertas permanecen siempre cerrada y luce cada una un aldabón dorado de sorprendente llamada; un zaguán menudo y otra puerta algo más estrecha, rematada por un vitral semicircular, compuesto de vidrios triangulares unidos por varillas de plomo, nos adentran al colegio.
Las educandas irrumpen presurosas, determinadas a gozar de unos minutos de recreo en los patios. Las pequeñas en el “patio chico”, vigiladas por un grupo de maestras en corro coloquial. Recibe el patio las vistas de dos aulas o clases del primer piso; una escalera de obra lleva a ellas. A la derecha, un porche desapacible recoge desechos de madera de pupitres, también los bidones en los que se almacena la carbonilla, con la que se “echan los braseros” y, en un rincón, un montón de serrín que se utiliza en la limpieza de los suelos. Una puerta, en este sombrío lugar, comunica con la calle del Carmen; en medio quedan las dependencias de la Parada de Sementales del Estado. También la clase de la señorita Pilar se asoma al patio del que toma luz, su docencia se encarga del aprendizaje de las párvulas más pequeñas. Justo al lado se encuentra el pozo que surte de agua al edificio; la puerta que resguarda su luz es de madera y no encaja bien; un cubo de goma ensogado sube el agua al quejido de la carrucha. Cuando se abrió el comedor escolar, a mediados de la década de los años sesenta, se ubicó en una dependencia de este patio; se encargaban de la gestión, en un principio, Dº Mariano, maestro del Grupo Escolar de Niños; años más tarde sería otro maestro, Dº Juan Serrano, el encargado. Dos cocineras, Dolores y María, preparan los menús que diariamente toman las chavalas.
El repique de una campanilla marca el principio y término de la hora del recreo y también la instrucción matinal y de tarde. Esta labor corre a cargo de María Fernández, “María, la de las escuelas”. Con aire resuelto, su figura menuda recorre los pasillos para dar el aviso. María fue nombrada portera del Grupo Escolar de Niñas en abril de 1940, con derecho a vivienda. Durante el día ocupa las dependencias de la portería, a la izquierda de la entrada al “patio chico”. Su vivienda se encuentra en el último piso: una cocina con chimenea al frente y los dormitorios; estas dependencias se asoman al patio por unos ventanales resguardados por listones de madera.

Desde el patio también se accede a las galerías en las que se ubican las clases. A la izquierda del pasillo, los aseos de las colegialas: unos menudos retretes, instalados en varias dependencias separadas. En esta galería tienen la puerta de entrada dos enormes aulas y al final otra puerta da acceso a la galería desde el portal, enfrente tiene la directora, Dª Pepita, su despacho. Un corredor conduce al “patio grande” si bien antes deja a su derecha la clase de Dª Sacramento y los aseos de las maestras. El patio recibe los ventanales de las aulas. Coincidiendo con el recreo, se nutre a las estudiantes con un vaso de leche en polvo. Al llegar la hora se forma con ese propósito, junto a la dependencia en la que se prepara el alimento, una fila bulliciosa y bullanguera de chavalas con un vaso en el que se escanciará la leche; algunas golosas se traen de casa varios terrones de azúcar liados en un papelito. La leche en polvo llega en una voluminosa bolsa de plástico recio dentro de unos bidones de cartón fuerte de gran tamaño. El Servicio Escolar de Alimentación de la Provincia se encargaba de la distribución de la asignación del producto a los distintos centros escolares. Para retirar la asignación, el ayuntamiento designaba un encargado que, con la debida autorización de la Junta Municipal de Enseñanza Primaria, acudía a la delegación del servicio en Jaén, para retirar la asignación. Eran de cuenta del ayuntamiento los gastos de descarga, embalaje, almacenaje y envasado; generalmente cincuenta céntimos por kilo de leche en polvo.
María, la portera, se asoma al patio grande y hace repicar la campanilla, su son detiene los juegos de las alumnas que abandonan el recinto en desbandada y retornan a las clases. Algunas a la inmediata de Dª Sacramento, a la de Dª Matilde …; otras, la mayoría, toman las empinadas escaleras y se distribuyen en las cinco aulas del piso superior: de Dª Carmela Sanjuán, de Dª Carmen Magaña, más tarde de Dª Mari Carmen Pastor, la de Dª Pepita…Dos de estas aulas dan a la calle; disfrutan por ello de claridad agradable durante la estación invernal, al albur de la decadente caducidad de las hojas de las acacias; su hojarasca seca se deposita en el suelo al arbitrio de la lluvia y del viento.

El segundo piso lo ocupan las cámaras, que dan a la calle, y la vivienda de María. Desde un rellano, que cede su frente a un espacioso ventanal, al final de la escalera principal, se sube a aquel piso. Tiene este rellano dos barandillas, que protegen de caídas, adornadas cada una, en su vértice, de un pomo dorado, remedando púlpitos eclesiales.
En el tránsito hacia el piso superior, quedan las clases que dan al patio chico. Las escaleras arrancan a la izquierda, guardadas por una barandilla de obra, y se curvan a la mitad impidiendo discernir el lugar al que conducen. Aunque ansiado por descubrir, está vetado a las colegialas: una mano negra se cobija en las cámaras; patraña que pone freno al curioso anhelo. Como señalé, en este piso, a la izquierda del pasillo, se encuentra la vivienda de la portera y siguiendo más adelante, tras varios peldaños, se asientan las cámaras del edificio: recurrente almacén de tochos de papel, expedientes archivados y un sinnúmero más que considerable de cachivaches.
Quien escribe hace lo que escribe sin atender a voces ajenas ni a imaginaciones propias; es fruto del legítimo conocimiento físico y temporal del que lo cuenta.
Del edificio escudriñé hasta los rincones más insólitos; presencié entradas y salidas de clase, recreos, el reparto de la leche en polvo, la hechura y disposición de los braseros de carbonilla en la tarima, bajo la mesa de la maestra; la exhaustiva limpieza y el blanqueo de las dependencias durante el mes de agosto, que llevaba a varios empleados del ayuntamiento a recorrer patios, pasillos y aulas, resguardados por la ropa más dispar pero efectiva, del peligro caustico de la cal contenida en un bidón cargado sobre una ruidosa carretilla, para revertir de limpieza blanca e higiénica las instalaciones; finalizada, queda un húmedo olor a serrín, a cal y a la lejía empleada al fregar los pupitres; la celebración anual que reunía a los maestros y maestras de los colegios de la población en una confraternal comida, para la que se habilitaba un salón de la planta baja, generalmente el de Dª Sacramento; la sobremesa incluía una justa poética, de la que era paladín Dº León Palomares; el convite de bodas celebrado en el “patio grande”, en noches veraniegas; confirmaciones, comuniones, el apostolado de los misioneros que de cuando en cuando llegaban a Villacarrillo y su catequesis dirigida a los educandos.
En cuanto a las personas conocí a maestras: Dª Pepita, por más vivía junto a mi casa, Dª Sacramento, Dª Carmela Sanjuan, Dª Carmen Magaña, Dª Pilar, Dª Matilde, Dª María Marín, Dª Mari Carmen Pastor … Conocí a María, la portera, Dolores conocida por Chocolatera, cocinera del comedor; viví con Paca, la Buempasa, tía carnal del que escribe, era la limpiadora y mi madre, María Molero, fue cocinera y limpiadora.


Un exhaustivo ejercicio memorístico y el bagaje afectivo que quedó adherido a mi sentimiento como piel, pudieran dar lugar a desvelar el lienzo y quede al descubierto la pasión del ánimo que, el que escribe, ha vertido sobre papel al expresar su vivencia y también las de colegialas de mandilón blanco, acuciadas por el campanario de las tres de la tarde, apretando en la mano un prieto ramo de rosas de mayo.
Francisco Coronado Molero

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